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JAVIER ORTIZ
OPINION
Sábado, 8 de noviembre de 1997
RECIBO una carta de dos jóvenes. Me cuentan que
han acudido a la sede de la Conferencia Episcopal, en Madrid, para solicitar
que se les excluya de la lista de integrantes de la Iglesia Católica.
No lo han logrado: tal parece que la jerarquía eclesial no prevé
esa posibilidad.
Se preguntarán ustedes para qué puede querer alguien darse
de baja en la relación oficial de la católica grey. Los
dos mozos en cuestión me lo argumentan: no están de acuerdo
con la Iglesia Católica, desaprueban radicalmente buena parte
de sus actividades pasadas y presentes y les molesta que, cuando se
manejan estadísticas sobre el número de católicos
-sea a escala local o de todo el mundo-, ellos figuren en el cuadro,
engrosando la cifra total en contra de su deseo. Es un argumento válido.
Ellos creen que lo es doblemente, habida
cuenta de que su ingreso en las filas del catolicismo no se produjo
de forma voluntaria, sino que les vino dado al ser bautizados, cuando
no estaban en condiciones de opinar. Lo que es a mí, tanto me
da: aunque lo hubieran decidido muy gustosamente y por iniciativa propia
a los 18 años, a los 20 o a los 25. A nadie se le puede obligar
a ser miembro de una asociación, sea del género que sea.
Aunque pertenecer a ella no obligue a nada.
Habrá quien suponga que esta
posición de la Iglesia de Roma quizá se deba a que, al
entender ella que la calidad de católico se alcanza por vía
sacramental, no conciba modo de anularla.
Aunque así fuera. La Iglesia
Católica es muy dueña de tener sus propios criterios,
pero lo que no puede hacer -lo que no debería hacer, mejor dicho-
es trasladar esos criterios al ámbito de lo civil. Las estadísticas
no pueden ser incluidas de ningún modo en el capítulo
de lo religioso, por más que con cierta frecuencia también
pretendan que creamos lo que no vemos.
Por lo demás, no es cierto en
absoluto que la Iglesia considere que los bautizados no pueden dejar
de ser católicos. El instrumento de la excomunión tiene
precisamente -cuando se aplica en su grado máximo- esa finalidad:
separar al fiel de la comunidad católica. Lo que evidencia una
paradoja difícil de admitir en una sociedad basada en la libertad
del individuo: uno puede ser expulsado de la Iglesia Católica,
pero no salirse de ella.
Siento un gran respeto por las creencias
personales. Yo mismo aliento unas cuantas -la fe en la solidaridad humana,
por ejemplo- tan poco verificables en el terreno empírico como
la existencia de Dios. Pero no es lícito invadir con las propias
creencias la libertad de los demás.
Sería muy deseable que la Iglesia
Católica cambiara de actitud y adoptara otra más acorde
con los usos democráticos. Y entretanto, que incluya, cuando
dé a conocer estadísticas sobre su comunidad, una advertencia
que diga: «Nota.- En esta estadística se incluye tanto
a los católicos voluntarios como a los forzosos».