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PREFACIO
Prólogo de la segunda edición
La conciencia de la apariencia
Nuestra última gratitud al arte
Nuevos combates
El loco
A flor de piel
La amistad de las estrellas ¿Qué significa conocer?.
El peso más grande
En que medida somos nosotros todavía piadosos
De El genio de la especie.
La ciencia como prejuicio
Nosotros los sin patria
Habla el caminante
Prólogo de la segunda edición
1
A este libro tal vez no sólo le hace falta un prólogo;
en último término, siempre queda la duda de si a alguien
que no haya vivido algo semejante se la puede hacer más cercanas
las vivencias de este libro mediante prólogos. Parece escrito con
el lenguaje del viento del deshielo: en él hay petulancia, desasosiego,
contradicción, tiempo de abril, de tal manera que a uno continuamente
se le recordará tanto la cercanía del invierno como la victoria
sobre el invierno, que llega, tiene que llegar, tal vez ya ha llegado...
El agradecimiento se derrama continuamente, como si acabara de acontecer
lo más inesperado: el agradecimiento de un convaleciente -pues
la curación era lo inesperado. Ciencia jovial: eso
significa las saturnales de un espíritu que ha resistido pacientemente
una larga y terrible presión -paciente, riguroso, frío,
sin someterse, pero sin esperanza- y que ahora de una sola vez es asaltado
por la esperanza, por la esperanza de salud, por la embriaguez de la curación.
Cómo puede sorprender que con ello se haga visible mucho que es
irracional y loco, mucha ternura impetuosa, derrochada incluso sobre problemas
que tienen una piel erizada y que no parecen ser apropiados para ser acariciados
y seducidos. Este libro no es cabalmente, nada más que el regocijo
luego de una larga privación y desfallecimiento, el júbilo
de la fuerza que se recupera, la creencia que se ha despertado de nuevo
a un mañana y a un pasado mañana, el súbito sentimiento
y presentimiento de un futuro, de próximas aventuras, de mares
nuevamente abiertos, de metas nuevamente permitidas, nuevamente creídas.
¡Y que cantidad de cosas quedan ahora detrás de mí!
Este trozo de desierto, de agotamiento, de incredulidad, de congelamiento
en medio de la juventud, esta ancianidad insertada en un lugar inapropiado;
esta tiranía del dolor superada aún por la tiranía
del orgullo, que rechazaba las conclusiones del dolor -y las conclusiones
son consuelos-; este radical quejarse solo como defensa extrema contra
un desprecio por los hombres, que se había vuelto enfermizo y clarividente;
esta restricción fundamental a lo amargo, áspero y doloroso
que posee el conocimiento, tal como la prescribía la nausea que
paulatinamente había crecido a partir de una dieta espiritual y
condescendencia imprudentes -a eso se lo llama romanticismo-, ¡oh,
quién pudiera sentir todo eso conmigo! Pero quien lo pudiera, seguramente
me atribuiría mucho más que algo de insensatez, de alegría
desbordante, de ciencia jovial -por ejemplo el puñado
de canciones que esta vez se han agregado al libro-, canciones en las
que un poeta se burla de todos los poetas de una manera difícilmente
perdonable.
Ah, pero no es sólo frente a los poetas y a sus
hermosos sentimientos líricos ante los que este resucitado
tiene que manifestar su maldad: ¿quién sabe qué victimas
busca para sí, qué clase de monstruos de un material paródico
lo excitarán dentro de poco tiempo? Incipit tragoedia
- se dice al final de este libro impensable que da que pensar: ¡hay
que ponerse en guardia! Se anuncia algo ejemplarmente malo y malvado:
incipit parodia, no cabe ninguna duda...
2
Pero dejemos a un lado al señor Nietzsche, ¿qué nos
importa que el señor Nietzsche esté nuevamente sano?...
Un psicólogo conoce pocas preguntas tan atractivas como aquella
que interroga por la relación entre salud y filosofía, y
en el caso de que él mismo caiga enfermo, aporta a su enfermedad
toda su curiosidad científica. En rigor, supuesto el caso que sea
una persona, uno tiene necesariamente también la filosofía
de su persona: existe allí, sin embargo, una considerable diferencia.
En uno son sus carencias las que filosofan, en otro son sus riquezas y
fuerzas. El primero necesita de su filosofía, ya sea como apoyo,
tranquilizante, medicina, salvación, exaltación, autoestrañamiento;
para el último, ella sólo es un hermoso lujo, y en el mejor
de los casos la voluptuosidad de un agradecimiento triunfador que, en
último termino, ha de escribirse con mayúsculas cósmicas
en el cielo de los conceptos. Pero en los otros casos, más habituales,
cuando las condiciones de penuria hacen filosofía, como acontece
con todos los pensadores enfermos -y tal vez predominan en la historia
de la filosofía los pensadores enfermos-; ¿qué sucederá
propiamente con aquel pensamiento producido bajo la presión de
la enfermedad? Esta es la pregunta que concierne al psicólogo:
y aquí es posible el experimento. Nada distinto a lo que hace un
viajero que se propone despertar a una hora determinada, y que luego tranquilamente
se abandona al sueño: así nos entregamos los filósofos,
supuesto el caso de que caigamos enfermos, temporalmente, con cuerpo y
alma a la enfermedad - cerramos los ojos ante nosotros, por decirlo así.
Y así como aquél sabe que hay algo que no duerme, algo que
cuenta las horas y lo despertará, así sabemos nosotros también
que el instante decisivo nos encontrará despiertos - que entonces
algo brinca hacia delante y sorprende al espíritu en el acto, quiero
decir, en la debilidad o marcha atrás o resignación o endurecimiento
u oscurecimiento, y como quiera que se llamen todos los estados enfermizos
del espíritu, que tienen en contra suya el orgullo del espíritu
en los días saludables (pues sigue siendo verdadero el viejo dicho:
el espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los
tres animales más orgullosos sobre la tierra). Luego de interrogarse
y probarse uno a sí mismo de esta manera, se aprende a mirar con
ojos más sutiles hacia todo lo que, en general, ha filosofado hasta
ahora. Uno adivina mejor que antes los desvíos involuntarios, los
lugares de descanso, los lugares soleados del pensamiento, a que son conducidos
y seducidos los pensadores que sufren y, precisamente en tanto sufrientes;
uno sabe ahora hacia dónde apremia, empuja, atrae inconscientemente
el cuerpo enfermo y sus necesidades al espíritu -hacia el sol,
lo plácido, lo suave, la paciencia, el medicamento, el solaz en
cualquier sentido. Toda filosofía que coloca a la paz por encima
de la guerra, toda ética con una comprensión negativa del
concepto felicidad, toda metafísica y física que conoce
un final, un estado último de cualquier tipo, todo anhelo predominantemente
estético o religioso hacia un estar aparte, un más allá,
un estar fuera, un estar por encima, permite hacer la pregunta de si no
ha sido acaso la enfermedad lo que ha inspirado al filosofo. El disfraz
inconsciente de las necesidades fisiológicas bajo el abrigo de
lo objetivo, ideal, puramente espiritual, se extiende hasta lo aterrador
-y muy a menudo me he preguntado si es que, considerando en grueso, la
filosofía no ha sido hasta ahora, en general más que una
interpretación del cuerpo y una mala comprensión del cuerpo.
Detrás de los más altos juicios de valor por los que hasta
ahora has sido dirigida la historia del pensamiento, se ocultan malos
entendidos acerca de la constitución corporal, ya sea de los individuos,
de los Estados o de razas enteras. Se puede considerar a todas esas audaces
extravagancias de la metafísica, especialmente sus respuestas a
la pregunta por el valor de la existencia, por lo pronto y siempre, como
síntomas de determinados cuerpos; y aun cuando tales afirmaciones
del mundo o negaciones del mundo hechas en bloque, evaluadas científicamente,
carecen del más mínimo sentido, entregan, sin embargo, al
historiador y al psicólogo importantísimas señales
en cuanto síntomas, según hemos dicho, del cuerpo, de sus
aciertos y fracasos, de su plenitud, poderío, autoridad en la historia,
o, por el contrario, de sus represiones, cansancios, empobrecimientos,
de su presentimiento del fin, de su voluntad de final. Todavía
espero que un médico filósofo, en el sentido excepcional
de la palabra - uno que haya de dedicarse al problema de la salud total
del pueblo, del tiempo, de la raza, de la humanidad - tendrá alguna
vez el valor de llevar mi sospecha hasta su extremo limite y atreverse
a formular la proposición: en todo el filosofar nunca se ha tratado
hasta ahora de la verdad sino de algo diferente, digamos de
la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida...
3
Se adivina que yo no quiera despedirme con ingratitud de aquel periodo
de grave y larga enfermedad cuyo proceso hasta hoy no se ha agotado aún
para mí: puesto que tengo conciencia de la ventaja que mi salud
rica en cambios me otorga en verdad frente a todos los lerdos rechonchos
del espíritu. Un filósofo que ha hecho el camino a través
de muchas saludes y lo vuelve a hacer una y otra vez, ha transitado a
través de muchas filosofías: justamente él no puede
actuar de otra manera más que transformando cada vez su situación
en una forma y lejanía más espirituales -este arte de la
transfiguración es precisamente la filosofía. A los filósofos
no les está permitido establecer una separación entre el
alma y el cuerpo, tal como lo hace el pueblo y menos aún nos esta
permitido separar alma y espíritu. Nosotros no somos ranas pensantes
ni aparatos de objetivación ni de registro, con las vísceras
congeladas -continuamente tenemos que parir nuestro pensamientos desde
nuestro dolor, y compartir maternalmente con ellos todo cuanto hay en
nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento,
conciencia, destino, fatalidad. Vivir -eso significa, para nosotros trasformar
continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo
lo que nos hiere: no podemos actuar de otra manera. Y en cuanto a lo que
concierne a la enfermedad: ¿no estaríamos casi tentados
a preguntar si es que ella nos es en general prescindible? Sólo
el gran dolor es el último liberador del espíritu, en tanto
es el maestro de la gran sospecha, que convierte cada U en una X, una
genuina y justa X, es decir, la penúltima letra en la última...
Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo,
en el que nos quemamos por así decirlo, como una madera verde,
nos obliga a los filósofos a ascender hasta nuestra última
profundidad y a apartar de nosotros toda confianza, toda benignidad, encubrimiento,
clemencia, medianía, entre las que previamente habíamos
asentado tal vez nuestra humanidad. Dudo si un dolor de este tipo mejora;
pero sé que nos profundiza. Ya sea que aprendamos a contraponerle
nuestro orgullo, nuestra burla, nuestra fuerza de voluntad, y que hagamos
como aquel indio que, por grave que fuese la tortura, se resarcía
ante su torturador mediante la maldad de su lengua, ya sea que ante el
dolor nos retraigamos en aquella nada oriental - se la llama nirvana -,
en el mudo ciego, sordo resignarse, olvidarse, extinguirse a sí
mismo: de tales largos y peligrosos ejercicios de dominio sobre si mismo
se sale convertido en oro hombre, con algunos signos de interrogación
más y sobre todo, de ahora en adelante, con la voluntad de preguntar
más, más profunda, rigurosa, dura, malvada, tranquilamente
que lo que hasta entonces se había preguntado. Se acabó
la confianza en la vida: la vida misma se convirtió en problema.
¡Pero no se crea que con esto uno se ha convertido necesariamente
en un melancólico! Incluso todavía es posible el amor a
la vida -sólo que se ama de otra manera. Es el amor a una mujer
que nos hace dudar... Pero el atractivo por lo problemático, la
alegría en la X es tan grande en esos hombres más espirituales,
más espiritualizados, como para que esa alegría no estalle
una y otra vez como una brasa resplandeciente por encima de toda penuria
de lo problemático, por sobre todo peligro de la inseguridad, incluso
por encima de los celos del amante. Conocemos una nueva felicidad...
4
Por último, para que lo esencial no quede sin ser dicho: de tales
abismos, de esa grave y larga enfermedad, también de la larga enfermedad
que es la grave sospecha se regresa como recién nacido, desollado,
más susceptible, más maligno, con su gusto más delicado
para la alegría, con una lengua más tierna para todas las
cosas buenas, con sentidos más alborozados, con una segunda inocencia
más peligrosa en la alegría, más infantiles a la
vez, y cien veces más refinados que todo lo que jamás se
fue antes. ¡Oh, cuan repugnante le es ahora a uno el goce, el burdo,
sordo, oscuro goce, tal como lo entienden los que gozan, nuestros hombres
cultos y el de la gran ciudad mediante el arte, el libro y la música,
en pos de goces espirituales y con la ayuda de bebidas espirituosas
¡Cuánto nos duele ahora en los oídos el grito teatral
de la pasión! ¡Cuan ajeno a nuestro gusto se ha vuelto todo
el romántico estremecimiento y confusión de los sentidos
que ama la plebe educada, junto a las aspiraciones por lo grandioso, elevado,
retorcido! ¡No, si nosotros los convalecientes requerimos todavía
de un arte, ése es otro arte - un arte burlón, ligero, fugaz,
divinamente despreocupado, divinamente artístico, que arde como
llama resplandeciente en un cielo sin nubes! Por sobre todo: ¡un
arte para artistas, sólo para artistas! A la postre, conocemos
mejor aquello para lo cual se requiere, en primer término, que
haga falta: ¡la alegría, toda alegría, amigos míos!
También en cuanto artista-: quisiera demostrarlo. Los que sabemos,
sabemos ahora demasiado bien algunas cosas: ¡oh, cuán bien
aprendemos ahora a olvidar, a no saber bien, como artistas! Y en lo que
concierne a nuestro futuro: difícilmente nos encontrarán
de nuevo en la senda de aquellos jóvenes egipcios que en las noches
vuelven inseguros los templos, abrazan las columnas y todo aquello que,
con buenas razones, es mantenido oculto, y que ellos querían develar,
descubrir y poner a plena luz. No, este mal gusto, esta voluntad de verdad,
de verdad a todo precio, esta locura juvenil en el amor por
la verdad - nos disgusta: somos demasiado experimentados para ello, demasiado
serios, demasiado alegres, demasiado escarmentados, demasiado profundos...
Ya no creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le descorren
los velos; hemos vivido suficiente como para creer en esto. Hoy consideramos
como un asunto de decencia el no querer verlo todo desnudo, no querer
estar presente en todas partes, no querer entenderlo ni saberlo
todo. ¿Es verdad que el amado Dios está presente en
todas partes?, preguntó una niña pequeña a
su madre: pero eso lo encuentro indecente - ¡una señal
para los filósofos! Se debería respetar más el pudor
con que la naturaleza se ha ocultado detrás de enigmas e inseguridades
multicolores. ¿Es tal vez su nombre, para hablar griegamente, Baubo?...
¡Oh, estos griegos! Ellos sabían cómo vivir: para
eso hace falta quedarse valientemente de pie ante la superficie, el pliegue,
la piel, venerar la apariencia. Los griegos eran superficiales - ¡por
ser profundos! ¿Y no retrocedemos precisamente por eso, nosotros
los temerarios del espíritu que hemos escalado las más altas
y peligrosas cumbres del pensamiento actual y que desde allí hemos
mirado en torno nuestro, que desde allí hemos mirado hacia abajo?
¿No somos precisamente por eso - griegos? ¿Adoradores de
las formas, de los sonidos, de las palabras? ¿Precisamente por
eso - artistas?
Federico Nietzsche
Ruta, Génova
otoño, 1886
54
LA CONCIENCIA DE LA APARIENCIA. ¡Qué lugar
admirable ocupo yo, con mi conocimiento, frente a la existencia entera;
cuán nuevo me parece éste y, al mismo tiempo que espantoso
e irónico! He descubierto para mí que la vieja
humanidad, la vieja animalidad, y aun que todos los tiempos primitivos
y el pasado de toda existencia sensible, continúan viviendo en
mí, escribiendo y amando, odiando; para concluir, me he despertado
repentinamente en medio de este ensueño, pero solo para adquirir
conciencia de que sonaba y que es preciso que siga sonando
para no sucumbir. ¿Qué es desde ahora, para mí la
apariencia? No ciertamente lo contrario de un ser cualquiera:
¿qué puedo enunciar de este ser si no son los atributos
de su apariencia? ¡No es ciertamente una mascara inanimada lo que
se podría poner y quizá quitar a una X desconocida! La apariencia
es para mí la vida y la acción misma que, en su ironía
de sí misma, llega hasta hacerme sentir que hay apariencia y fuego
fatuo allí y danza de elfos y nada más; que entre esos soñadores,
yo también, yo, "que busco el conocimiento", danzo al
compás de todo el mundo; que el "conocedor" es un medio
para prolongar la danza terrestre, y que, en razón de esto, forma
parte de los maestros de ceremonia de la vida, y que la sublime consecuencia
y el lazo de todos los conocimientos es, y será quizá, el
medio supremo para mantener la generalidad del ensueño, la inteligencia
entre ellos de todos esos soñadores, y, por esto mismo, la
duración del ensueño.
107
NUESTRA ÚLTIMA GRATITUD AL ARTE. Si no hubiéramos
tolerado las artes ni ideado este tipo de culto de lo no verdadero, el
conocimiento de la no verdad y mentira universales que nos proporciona
hoy la ciencia -el reconocimiento de la ilusión y el error como
condiciones de la existencia cognoscitiva y sensible- no sería
en absoluto soportable. Las consecuencias de la honradez serían
la nausea y el suicidio. Sin embargo, nuestra honestidad tiene una fuerza
de signo contrario que nos ayuda a eludir tales consecuencias: el arte
entendido como la buena voluntad de la apariencia. No siempre impedimos
a nuestro ojo redondear debidamente, crear formas poéticamente
definidas: y entonces no es ya el eterno inacabado lo que transportamos
al flujo del devenir; porque pensamos transportar una diosa, y nos sentimos
orgullosos y como niños en este servicio que le rendimos. En cuanto
fenómeno estético, nos es aún soportable la existencia
y mediante el arte se nos conceden el ojo, la mano y sobre todo la buena
conciencia de poder hacer por nosotros mismos semejante fenómeno.
¡Debemos de vez en cuando, descansar del peso de nosotros mismos,
volviendo la mirada allá abajo, sobre nosotros, riendo y llorando
sobre nosotros mismos desde una distancia de artistas: debemos descubrir
al héroe y también al juglar que se oculta en nuestra pasión
de conocimiento; debemos, alguna vez, alégranos de nuestra locura
para poder estar contentos de nuestra sabiduría! Y justamente porque
en última instancia somos graves y serios y más bien pesos
que hombre, no hay nada que nos haga tanto bien como la gorra del granujilla:
la necesitamos para nosotros mismo -todo arte arrogante, vacilante, danzante,
burlesco, infantil y bienaventurado nos es necesario para no perder esa
libertad sobre las cosas que nuestro ideal nos exige. Sería para
nosotros una recaída dar precisamente con nuestra susceptible honestidad
en el mismo centro de la moral y por amor de exigencias más que
severas, puestas en este punto en nosotros mismos, volvernos también
nosotros monstruos y espantajos de virtud. ¡Debemos estar por encima
incluso de la moral: y no sólo estarnos ahí arriba empalados,
con la angustiosa rigidez de quien teme a cada momento resbalar y caer,
sino, además, flotar y jugar sobre ella! ¿Cómo podríamos,
por ello, prescindir del arte, incluso del juglar? ¡Mientras continuéis
experimentando de algún modo vergüenza de vosotros mismos,
no estaréis entre nosotros!
108
NUEVOS COMBATES. Después de que Buda hubiese muerto, todavía
se enseñaba su sombra durante siglos en una caverna, - una sombra
enorme y espantosa. Dios ha muerto: pero tal como es la especie humana,
quizá durante milenios todavía habrá cavernas en
las que se enseñe su sombra. -Y nosotros- ¡también
nosotros todavía tenemos que vencer su sombra!
125
EL LOCO. ¿No habéis oído hablar de
ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió
al mercado gritando sin cesar: ¡Busco a Dios!, ¡Busco
a Dios!. Como precisamente estaban allí reunidos muchos que
no creían en dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es
que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un
niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido?
¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá
emigrado? - así gritaban y reían alborozadamente. El loco
saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. ¿Qué
a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo
hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesino. Pero ¿cómo
hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar?
¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?
¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol?
¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde
iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos
continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados,
hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo?
¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No
nos roza el soplo del espacio vació? ¿No hace más
frío? ¿No viene de contiuno la noche y cada vez más
noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No
oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran
a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción
divina? ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto!
¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos,
asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía
hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién
nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos?
¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos
que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande
para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses
para parecer dignos de ella? Nunca hubo un acto tan grande y quien nazca
después de nosotros formará parte, por mor de ese acto,
de una historia más elevada que todas las historias que hubo nunca
hasta ahora Aquí, el loco se calló y volvió
a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos.
Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió
en pedazos y se apagó. Vengo demasiado pronto -dijo entonces-,
todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía
está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres.
El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo,
los actos necesitan tiempo, incluso después de realizados, a fin
de ser vistos y oídos. Este acto está todavía más
lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo son
ellos los que lo han cometido. Todavía se cuenta que el loco
entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó
en ellas su Requiem aeternan deo. Una vez conducido al exterior e interpelado
contestó siempre esta única frase: ¿Pues, qué
son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de
Dios?.
256
A FLOR DE PIEL. Todos los humanos profundos se deleitan
en imitar a los peces voladores jugando sobre las altas crestas de las
olas. Consideran que lo mejor de las cosas es su superficie, lo que hay
en la epidermis, sit venia verbo.
279
LA AMISTAD DE LAS ESTRELLAS. Éramos amigos y nos hemos vuelto extraños.
Pero está bien que sea así, y no queremos ocultarnos ni
ofuscarnos como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos
dos barcos y cada uno tiene su meta y su rumbo; bien podemos cruzarnos
y celebrar juntos una fiesta, como lo hemos hecho - y los valerosos barcos
estaban fondeados luego tan tranquilos en un puerto y bajo un sol que
parecía como si hubiesen arribado ya a la meta y hubiesen tenido
una meta. Pero la fuerza todopoderosa de nuestras tareas nos separó
e impulsó luego hacia diferentes mares y regiones del sol, y tal
vez nunca más nos veremos - tal vez nos volveremos a ver, pero
no nos reconoceremos de muevo: ¡los diferentes mares y soles nos
habrán trasformado! Que tengamos que ser extraños uno para
el otro, es la ley que está sobre nosotros: ¡por eso mismo
hemos de volvernos más dignos de estimación uno al otro!
¡Por eso mismo ha de volverse más sagrado el recuerdo de
nuestra anterior amistad! Probablemente existe una enorme e invisible
curva y órbita de estrellas, en la que puedan estar contenidos
como pequeños tramos nuestros caminos y metas tan diferentes -¡elevémonos
hacia ese pensamiento! Pero nuestra vida es demasiado corta y demasiado
escaso el poder de nuestra visón, como para que pudiéramos
ser algo más que amigos, en el sentido de aquella sublime posibilidad.
Y es así como queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aun
cuando tuviéramos que ser enemigos en la tierra.
333
¿QUÉ SIGNIFICA CONOCER?. Non ridere,
non lugere, neque detestari, sed intelligere dice Spinoza con aquella
sencillez y elevación que le caracterizaban. Este intelligere
¿qué es, en último termino, en cuanto forma por la
cual los otros tres se nos hacen sensibles de un solo golpe? ¿El
resultado de varios instintos que se contradicen, del deseo de burlarse,
de quejarse o de maldecir? Antes que sea posible el conocimiento es preciso
que cada uno de estos impulsos adelante su opinión incompleta sobre
el objeto o el acontecimiento: entonces comienza la lucha de estos juicios
incompletos, y el resultado es a veces un término medio, una pacificación,
una aprobación de los tres lados, una especie de justicia y de
contrato, pues por medio de la justicia y del contrato todos esos impulsos
pueden conservarse en la existencia y guardar al mismo tiempo su razón.
Nosotros que no encerramos en nuestra conciencia más que las huellas
de las últimas escenas de reconciliación, los definitivos
arreglos de cuentas de este largo proceso, nos figuramos por consiguiente,
que intelligere es alguna cosa conciliatoria, justa, buena;
algo esencialmente opuesto a los instintos, mientras que en realidad no
es más que una cierta relación de los instintos entre sí.
Durante largo tiempo se ha considerado al pensamiento conciente como el
pensamiento por excelencia; sólo ahora comenzamos a entrever la
verdad, es decir, que la mayor parte de nuestra actividad intelectual
se realiza de una manera inconsciente y sin que nos demos cuenta; pero
yo creo que esos impulsos que luchan entre sí sabrán muy
bien hacerse perceptibles y hacerse daño recíprocamente.
Puede suceder que este formidable y repentino agotamiento de que se ven
atacados todos los pensadores tenga aquí su origen (el agotamiento
sobre el campo de batalla). Sí, quizá haya en nuestro interior
heroísmos ocultos en lucha, pero ciertamente nada de divino, nada
que repose eternamente en sí mismo, como pensaba Spinoza. El pensamiento
consciente, y sobre todo el de los filósofos, es la menos violenta,
y por consiguiente, también relativamente, la más dulce
y la más tranquila categoría del pensamiento; y por esto
le sucede tantas veces al filósofo que se engañe sobre la
naturaleza del conocimiento.
341
EL PESO MÁS GRANDE. ¿Qué ocurriría si, un
día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más
solitaria de tus soledades y te dijese: Esta vida, como tú
ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra
vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo,
sino que cada dolor y ada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y
cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá
retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así
también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y
así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra
de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito
del polvo!? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando
los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma?
¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que
tu respuesta habría sido la siguiente: Tu eres un dios y
jamás oí nada más divino? Si ese pensamiento
se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora,
una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta
sobre cualquier cosa: Quieres esto otra vez e innumerables veces
más? pesaría sobre tu obrar como el peso más
grande! O también, ¿cuánto deberías amarte
a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última,
eterna sanción, este sello?
344
EN QUE MEDIDA SOMOS NOSOTROS TODAVÍA PIADOSOS.
--Dícese con fundada razón que las convicciones no rezan
en la ciencia; sólo si se avienen a condescender a la modestia
de una hipótesis, de una fórmula heurística, de una
ficción regulativa, cabe darle acceso al reino del conocimiento
y hasta reconocerles cierto valor dentro del mismo; claro que colocándolas
siempre bajo vigilancia policial, bajo la vigilancia alerta del recelo.
Pero ¿no significa esto, en definitiva, que sólo si la convicción
deja de ser convicción cabe darle acceso a la ciencia?
¿No comienza la disciplina del espíritu científico
por repudiar las convicciones? Así es, probablemente; sólo
que se plantea el interrogante de si para que esta disciplina pueda comenzar
no debe existir con anterioridad una convicción, una tan imperiosa
e incondicional que se sacrifica a sí misma todas las demás
convicciones. Como se ve, también la ciencia descansa en fe; una
ciencia "exenta de supuestos" no existe. La pregunta de si es
menester la verdad no sólo debe estar contestada afirmativamente,
sino contestada así en un grado que exprese el axioma, la creencia,
la convicción de que nada es tan necesario como la verdad
y en comparación con ella todo lo demás tiene tan sólo
un valor secundario. Esta voluntad incondicional de verdad, ¿qué
es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? ¿Es la
voluntad de no engañar? Pues cabe interpretarla también
en este último sentido, siempre que en la generalización;
no quiero engañar, se incluya el caso particular no
quiero engañarme a mí mismo. Pero ¿por qué
no engañar? ¿Por qué no dejarse engañar? Nótese
bien que las razones para no dejarse engañar caen en un dominio
muy otro que las razones para no dejarse engañar; no se quiere
dejarse engañar suponiendo que esto es perjudicial, peligroso y
fatal; en este sentido, la ciencia sería una sostenida cordura,
una cautela, una utilidad, a la cual pudiera objetarse, empero; ¿cómo?
¿El no querer dejarse engañar realmente es menos perjudicial,
peligroso y fatal que el ser engañado? ¿Qué sabéis
a priori del carácter de la existencia como para poder decidir
cuál es más ventajosa, si la desconfianza incondicional
o la confianza incondicional? Y en el caso de que fuera menester tanto
la una como la otra, mucha confianza y mucha desconfianza, ¿de
dónde va a derivar la ciencia la creencia absoluta, la convicción,
en que descansa, la convicción de que la verdad es más importante
que cualquier otra cosa, cualquier otra convicción inclusive? Precisamente
esta convicción no puede desarrollarse si la verdad y la no-verdad
revelan en todo momento su utilidad, corno ocurre en efecto. De modo que
la fe en la ciencia, que es un hecho incontrovertible, no puede reconocer
como origen tal cálculo utilitario, sino que debe haberse originado
a despecho de serle demostrada constantemente la inutilidad y peligrosidad
de la voluntad de verdad, de la verdad a toda costa.
¡Oh, qué bien comprendemos esto una vez que hayamos sacrificado
fe tras fe sobre este altar! De modo que la voluntad de verdad
no significa; no quiero ser engañado, sino queda otra
alternativa; no quiero engañar, ni aun a mí mismo;
y henos aquí en el terreno de la moral. Ahóndese en la pregunta;
¿por qué no quieres engañar?, sobre todo
si parece -¡como parece en efecto!- que la vida tiende a la apariencia,
es decir, al error, al engaño, la simulación, la ofuscación,
la autoofuscación, y cuando la forma grande de la vida siempre
se ha manifestado del lado de los más inescrupulosos. Tal propósito
es acaso, para decir poco, un quijotismo, una especie de extraño
sentimental; mas pudiera ser también algo más grave: un
principio antivital, destructor... La voluntad de verdad pudiera
ser una larvada voluntad de muerte. De esta suerte, el interrogante:
¿por qué la ciencia?, se resuelve en el problema moral:
¿por qué la moral, ya que la vida, la Naturaleza y la historia
son inmorales? - No cabe duda de que el hombre veraz, en aquel
temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma
con ello otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la
historia: y en la medida en que afirma ese otro mundo, ¿cómo?,
¿no tiene que negar, precisamente por ello su opuesto, este mundo,
nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe
metafísica -también nosotros los actuales hombres del conocimiento,
nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos
nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella
fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia
de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina... Pero como es esto
posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble,
si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera,
la mentira, -si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?
354
DE EL GENIO DE LA ESPECIE. El problema de la conciencia (para
ser más exactos: del llegar a ser consciente-de-sí-mismo)
se nos presenta sólo cuando comenzamos a comprender en qué
medida podríamos prescindir de ella: y a este principio del comprender
nos llevan hoy la fisiología y la historia de los animales (ciencias,
éstas, que han tenido así necesidad de dos siglos para alcanzar
la sospecha que cruzara por un momento la mente de Leibniz). Podríamos,
efectivamente, pensar, sentir, querer, recordar, podríamos igualmente
«obrar», en todos los sentidos de la palabra, y pese a todo
ello no tendríamos necesidad de entrar en nuestra conciencia
(como se dice imaginativamente). La vida entera sería posible sin
que lográramos vernos, por así decir, en el espejo: en efecto,
aún hoy la parte de esta vida que se destaca muy por encima de
los demás se desarrolla en nosotros sin tal reflejo - y sin duda
también nuestra vida reflexiva, sensitiva, volitiva, por más
ofensivo que pueda resultarle a un antiguo filósofo. ¿Para
qué sirve una conciencia en general, si en esencia es superflua?
Pues bien, si se quiere prestar oídos a mi respuesta a tal pregunta
y a su suposición, tal vez extravagante, me parece que la sutileza
y la fuerza de la conciencia se encuentran siempre en relación
con la capacidad de comunicación de un hombre (o de un animal)
y que la capacidad de comunicación se encuentra, por otra parte,
en relación con la necesidad de comunicación: no se debe
entender esta última como si justamente el individuo mismo, que
es maestro en la comunicación y en hacer comprensibles sus necesidades,
debiera al mismo tiempo, incluso para sus necesidades, contar con los
otros de manera rápida y sutil, existe al final un exceso de esta
fuerza y arte de la comunicación, una facultad -por así
decirlo- que se ha potenciado gradualmente y que espera ahora sólo
un heredero que haga pródigo uso de ella (los denominados artistas
son esos herederos, y del mismo modo los predicadores, los oradores, los
escritores: todos los hombres que llegan al final de una larga cadena,
nacidos con retraso -en el mejor sentido- cada vez y, como
se ha dicho, disipadores por naturaleza). Suponiendo que esto sea justo,
es lícito que yo suponga que la conciencia en general se ha desarrollado
sólo bajo tal presión de la necesidad de comunicación,
que haya sido al principio necesaria y útil sólo entre hombre
y hombre (en particular entre quien manda y quien obedece), y sólo
en relación con el grado de esta utilidad se haya, además,
desarrollado. La conciencia es propiamente sólo una red de conexión
entre hombre y hombre -sólo en cuanto tal se ha visto obligada
a desarrollarse: el hombre solitario, el hombre ave de rapiña no
habría tenido necesidad de ello. El hecho de que nuestras acciones,
pensamientos, sentimientos, movimientos sean también objeto de
conciencia -una parte de ellos al menos- es la consecuencia de una terrible
necesidad que ha dominado durante largo tiempo al hombre:
siendo el animal que en mayor peligro se encuentra, tuvo necesidad de
ayuda, de protección; tuvo necesidad de sus semejantes, tuvo que
expresar sus necesidades, saber hacerse entender -y para todo esto necesitó,
en primer lugar, conciencia, necesitó también
saber lo que le faltaba, saber cómo se
sentía, saber lo que pensaba. Pues, lo repito una vez
más, el hombre, como toda criatura viva, piensa continuamente,
pero no sabe; el pensamiento que llega a ser consciente es por tanto su
parte más pequeña, y digamos sin temor que la parte más
superficial y peor: en efecto, sólo este pensamiento consciente
se determina en palabras, o sea en signos de comunicación, con
lo que se revela el origen de la conciencia misma. En pocas palabras,
el desarrollo de la lengua y el de la conciencia (no de la razón,
sino sólo de su devenir autoconsciente) van de la mano. Agréguese,
además, que no sólo el lenguaje sirve de puente entre un
hombre y otro, sino también la mirada, la presión, la mímica:
el hacerse conscientes en nosotros mismos nuestras impresiones sensibles,
la fuerza de poder fijarlas y ponerlas, por así decirlo, fuera
de nosotros, todo ello ha ido creciendo en la medida en que ha progresado
la necesidad de transmitirlas a otros mediante signos. El hombre inventor
de signos es al mismo tiempo el hombre más agudamente consciente
de sí: sólo como animal social el hombre aprendió
a hacerse consciente de sí mismo -es lo que aún sigue haciendo
ahora, lo que hace cada vez más. Como se ve, mi pensamiento es
que la conciencia no pertenece propiamente a la existencia individual
del hombre, sino más bien a lo que hay en él de naturaleza
comunitaria y gregaria; que -como se desprende de todo esto- se ha desarrollado
sutilmente sólo en relación con una utilidad comunitaria
y gregaria; y que en consecuencia cada uno de nosotros, con la mejor voluntad
de comprenderse a sí mismo del modo más individual posible,
de conocerse a sí mismo, sin embargo hará siempre
objeto de conciencia sólo lo no individual, lo que en sí
mismo es exactamente su medida media; que nuestro mismo pensamiento,
por así decirlo se adecúa a la mayoría continuamente
y es reformulado en la perspectiva del rebaño por obra del carácter
de la conciencia, del genio de la especie que impera en ella.
Todas nuestras acciones son, en el fondo, incomparablemente personales,
únicas, desmedidamente individuales, sin duda; pero apenas las
traducimos en la conciencia, ya no parecen serlo... Éste es el
verdadero fenomenalismo y perspectivismo como yo lo entiendo: la naturaleza
de la conciencia animal implica que el mundo de que podemos tener conciencia
es sólo un mundo de superficie y de signos, un mundo generalizado,
vulgarizado; que todo lo que se hace consciente se convierte por eso mismo
en chato, exiguo, relativamente estúpido, genérico, signo,
señal distintiva del rebaño; que a cada momento de la constitución
de la conciencia se vincula una enorme, fundamental alteración,
falsificación, reducción a la superficialidad y generalización.
E1 desarrollo de la conciencia no carece, por último, de peligros
y quien vive entre los hiperconscientes europeos sabe también que
es una enfermedad. No es, como puede adivinarse, la oposición entre
sujeto y objeto lo que me importa: dejo tal distinción a los teóricos
del conocimiento, que se han quedado prendidos en los lazos de la gramática
(la metafísica popular). Ni siquiera me interesa el contraste entre
cosa en sí y fenómeno, puesto que estamos bastante
lejos de conocer bastante como para poder llegar sólo
hasta esa distinción. No tenemos ningún órgano para
el conocer, para la verdad: sabemos (o creemos,
o nos imaginamos) precisamente lo que puede ser ventajoso que sepamos
en interés del rebaño humano, de la especie, e incluso lo
que se llama aquí ventaja no es, finalmente, más
que una creencia, una imaginación, y tal vez exactamente esa funestísima
idiotez por la que un día correremos a nuestra ruina.»
373
LA CIENCIA COMO PREJUICIO. [...] Lo mismo sucede con esa creencia con
la cual se satisfacen tantos sabios materialistas, la creencia en un mundo
que debe tener su equivalente y su medida en el pensamiento humano en
la evaluación humana, en un mundo de verdad, al cual
nos podríamos acercar en último análisis, con ayuda
de nuestra humana razón, pequeña y cuadrada. ¿Cómo?
¿Queremos realmente dejar que se degrade de esa manera la existencia
a ser un ejercicio de calculistas y a un arrellanarse de los matemáticos
en su cuarto? Ante todo, no se la debe querer despojar de la pluralidad
de sentido de su carácter: ¡eso exige el buen gusto, señores
míos, el gusto del respeto frente a todo lo que va más allá
de vuestro horizonte! Que sólo sea correcta una interpretación
del mundo [...] una interpretación tal que permite contar, calcular,
pesar, ver y palpar, y nada más, eso es una torpeza y una ingenuidad,
suponiendo que no sea una enfermedad mental ni un idiotismo [...] Una
interpretación científica del mundo, como vosotros
la entendéis, podría ser por consiguiente, inclusive, una
de las más estúpidas, esto es, la más pobre de todas
las interpretaciones posibles del mundo.
377
NOSOTROS LOS SIN PATRIA. Entre los europeos de hoy no
faltan aquellos que tienen derecho a llamarse sí mismos, en un
sentido relevante y honorable, los sin patria -¡a ellos encomiendo
expresa y cordialmente mi secreta sabiduría y gaya scienza! Pues
su suerte es dura, su esperanza incierta, es una obra de arte inventar
un consuelo para ellos- ¡pero de qué sirve! Nosotros los
lujos del futuro, ¡cómo seríamos capaces de estar
en este hoy como en nuestra casa. Nos desagradan todos los ideales ante
los que alguien todavía podría sentirse como en su casa,
incluso en este tiempo de transición frágil y hecho trizas;
en lo que concierne a sus «realidades», no creemos que sean
duraderas. El hielo que aún hoy nos sostiene ya se ha vuelto muy
delgado: sopla el viento del deshielo; nosotros mismos, los sin patria,
somos algo que resquebraja el hielo y otras «realidades» demasiado
tenues... No «conservamos» nada, tampoco queremos regresar
a ningún pasado, no somos de ninguna manera «liberales»,
no trabajamos por el «progreso», no requerimos taponar en
primer término nuestros oídos frente al canto del futuro
de las sirenas del mercado -lo que ellas cantan, «iguales derechos»,
«sociedad libre», «no más señores y no
más esclavos», ¡no nos seduce!; no consideramos en
absoluto como deseable que se funde sobre la tierra el reino de la justicia
y la concordia (puesto que bajo todas las circunstancias se convertiría
en el reino de la más profunda mediocridad niveladora y chinería),
nos alegramos con todos aquellos que, como nosotros, aman el peligro,
la guerra, la aventura, que no se dejan indemnizar, atrapar, reconciliar,
castrar; nosotros mismos nos contamos entre los conquistadores, reflexionamos
acerca de la necesidad de nuevos órdenes, así como de una
nueva esclavitud -pues a cada fortalecimiento y elevación del tipo
«hombre» corresponde también una nueva forma de esclavizar
-¿no es verdad? ¿No hemos de sentirnos por todo esto difícilmente
como en nuestra casa, en una época que ama considerar como su honor
que se la llame la época más humana, más benigna,
más justa que hasta ahora se ha visto bajo el sol? ¡Ya es
bastante malo que precisamente ante estas bellas palabras tengamos segundos
pensamientos todavía más espantosos! ¡Que sólo
veamos allí la expresión -también la mascarada del
profundo debilitamiento, del cansancio, de la vejez, de la fuerza declinante!
¡Qué pueden importarnos los oropeles con que un enfermo engalana
su debilidad? Aunque él pueda exhibirla como su virtud -¡no
cabe ninguna duda de que la debilidad vuelve apacible, ah, tan apacible,
tan justo, tan inofensivo, tan «humano»!
La «religión de la compasión»
hacia la que se nos quisiera persuadir -¡oh, conocemos suficientemente
a los hombrecitos y mujercitas histéricas que hoy necesitan precisamente
de esta religión como velo y atavío! No somos humanitarios;
nunca osaríamos permitirnos hablar de nuestro «amor a la
humanidad» -¡alguien como nosotros no es bastante actor para
hacer eso! O no es bastante saint-simoniano, no es bastante francés.
Uno tiene que estar afectado por un exceso galo de excitabilidad erótica
y de una enamorada impaciencia para acercarse con su sensualidad, incluso
honestamente, a la humanidad... ¡La humanidad! ¿Hubo alguna
vez una mujer vieja más espantosa entre todas las mujeres viejas?
(-tendría que ser algo así como «la verdad»:
una pregunta para filósofos). No, no amamos a la humanidad; por
otra parte, tampoco somos ni de cerca bastante «alemanes»,
tal como se entiende hoy la palabra «alemán», como
para apoyar el nacionalismo y el odio de razas, como para poder alegrarse
de la nacionalista sarna del corazón y del envenenamiento de la
sangre, por cuya causa se delimita y bloquea hoy en Europa a un pueblo
contra el otro, como si estuviesen en cuarentena. Somos demasiado despreocupados
para eso, demasiado maliciosos, demasiado consentidos, demasiado bien
informados, demasiado «viajados»: preferimos, con mucho, vivir
en las montañas, alejados, «intempestivos», en siglos
pasados o por venir, sólo para ahorrarnos con eso la silenciosa
ira a que nos sabríamos condenados como testigos de una política
que vuelve yermo al espíritu alemán, en tanto lo hace vanidoso
y es, además, una política pequeña -¿no necesita
ella, para que su propia creación no se desmorone nuevamente de
inmediato, plantarla entre dos odios mortales? ¿No tiene que querer
la perpetuación de los muchos pequeños Estados de Europa?...
Nosotros los sin patria, con respecto a la raza y a la procedencia, somos
demasiado diversos y estamos demasiado mezclados como «hombres modernos»,
y, por consiguiente, nos sentimos poco tentados a participar en aquella
mendaz autoadmiración e impudicia de razas que hoy se exhibe en
Alemania como signo del modo de pensar alemán, y que aparece doblemente
falsa e indecente entre el pueblo del «sentido histórico».
Para decirlo con una palabra, somos -¡y debe ser nuestra palabra
de honor! -buenos europeos, los herederos de Europa, los ricos, sobrecargados,
pero también ubérrimamente comprometidos herederos de milenios
del espíritu europeo: en cuanto tales, surgidos también
del cristianismo y contrarios a él, y precisamente porque hemos
crecido desde él, porque nuestros antepasados fueron cristianos,
de una honestidad sin reservas del cristianismo, que por su fe estuvieron
dispuestos a sacrificar sus bienes y su sangre, su posición y su
patria. Nosotros -hacemos lo mismo. ¿A favor de qué, sin
embargo? ¿A favor de nuestra incredulidad? ¡No, eso lo sabéis
vosotros mejor, amigos míos! El sí oculto en vosotros es
más fuerte que todos los no y tal vez que os enferman junto a vuestro
tiempo; y si tenéis que zarpar hacia el mar, vosotros emigrantes,
también os obliga a ello -¡una creencia !...
380
HABLA EL CAMINANTE. Para llegar a divisar alguna vez desde lejos a nuestra
moralidad europea para medirla con otras moralidades anteriores o venideras,
para eso ha de hacerse como hace un caminante que quiere saber cuán
altas son las torres de una ciudad: para eso, el abandona la ciudad. Los
pensamientos acerca de prejuicios morales, en caso de que ellos
no deban ser prejuicios acerca de prejuicios, presuponen una posición
fuera de la moral, algún más allá del bien y del
mal, hacia el que se tiene que ascender, escalar, volar -y en este caso,
de todas manera, un más allá de nuestro bien y mal, una
libertad de toda Europa, entendida esta última como
una suma de juicios de valor que comandan y se nos han convertido en carne
y sangre. Que se quiera ir precisamente hacia allí, hacia fuera
y hacia arriba, es tal vez una pequeña locura, un extraño
e irracional tú tienes -pues también nosotros,
los que conocemos, tenemos nuestra idiosincrasia de la voluntad
no libre: la pregunta es si podemos realmente ir hacia allí
arriba. Esto puede depender de múltiples condiciones, en lo decisivo,
la pregunta remite a cuán ligeros o cuán pesados somos,
al problema de nuestra pesadez especifica. ¡Se tiene
que ser muy ligero para impulsar su voluntad de conocimiento hasta una
tal lejanía y, por así decirlo, por encima y hacia fuera
de su tiempo, para crearse ojos con una mirada comprensiva sobre milenios
y además un cielo puro en estos ojos! Uno tiene que haberse desprendido
de mucho que nos oprime, nos refrena, nos mantiene sometidos, nos vuelve
pesados, precisamente a nosotros los europeos de hoy. El hombre de semejante
más allá, que quiere obtener ante su propia vista los más
altos criterios de valor de su tiempo, requiere ante todo, para eso, superar
en sí mismo este tiempo -es la prueba de su fuerza- y, por consiguiente,
no sólo su tiempo, sino también su aversión y contradicción
tenidas hasta ahora frente a este tiempo, su sufrimiento en este tiempo,
su inadecuación con este tiempo, su romanticismo....
Friedrich Nietzsche
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