La fe en Dios no se adquiere ni se abandona
a base de argumentaciones lógicas. Es el resultado de las primeras
fases del aprendizaje social, en el hogar familiar y en la escuela.
La fe se adquiere en el seno de una tradición en la infancia
de la vida. La fe suele abandonarse posteriormente a través de
procesos complejos que requieren una fuerte inversión de esfuerzo
intelectual.
El niño admite complacientemente una fe tan gratificante que
no es probable que esté dispuesto a perderla en el resto de su
vida. La persona madura que desconoce las tradiciones juzga la fe como
un deseo pueril si no como una broma de mal gusto.
Sabemos que no existen mundos de hadas, pero nos es imposible probarlo.
Dios y las hadas pertenecen a un universo mental del cual puede decirse
lo que se quiera, ya que nada puede refutarse. Incluso en el terreno
de lo empírico los juicios negativos de existencia son indemostrables.
Los ateos deben mostrar su presencia. El agnosticismo, como afirmación
y no como mera negación, debe tener voz propia. La indiferencia
o increencia de muchas personas que creen haber superado el estado de
inercia de los hábitos religiosos heredados nunca llegará
a alcanzar un estatuto definitivo mientras las personas ateas no se
organicen, manifiesten públicamente su visión del mundo
y denuncien todas las discriminaciones a que son sometidos respecto
de las religiones tradicionales, que disponen de todo tipo de privilegios
para avasallar a la sociedad. Hay que frenar el poder invasor de la
religión, que sólo admite treguas pero nunca renuncias.
El drama de los agnósticos, ateos, escépticos, etc. radica
en el hecho de que, por su propia lógica carecen de organización
y de instancias colectivas que les permitan actuar como poder social
y político.